Imaginate por un momento que te ves, de repente, en el escenario de una película de ciencia ficción en el que el «experimento» sos vos. Y no, no estoy hablando del COVID que fue el experimento forzado más grande de la historia. Estás en un experimento en el que tus acciones, tus decisiones, tus valores más arraigados están siendo puestos a prueba. Y no es un episodio de “Black Mirror” (aunque podría) sino una versión moderna del famoso experimento de la prisión de una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, Stanford, conducido por el psicólogo Philip Zimbardo en 1971.
Este estudio mostró una cosa interesantísima, pero peligrosa: bajo ciertas circunstancias, todos somos capaces de lo mejor y lo peor. El experimento de Stanford se convirtió en una de las investigaciones más discutidas y polémicas en la historia de la psicología, hasta el punto que tuvieron que discontinuarlo porque se les fue de las manos.
Estudiantes comunes y corrientes, todos en igualdad de condiciones, fueron seleccionados y reordenados para que unos hicieran de «guardias» y otros de «prisioneros» en una cárcel improvisada en la universidad. La sorpresa, o el horror, fue que, rápidamente, los guardias se volvieron sádicos y autoritarios, mientras que los prisioneros se mostraron sumisos y desesperados.
¿Qué reveló este experimento? Que nuestras acciones están fuertemente influenciadas por el contexto en el que nos encontramos. Eso es algo que les explico a mis hijas, en modo padre ideal que da la paliza, que incrédulas muchas veces niegan la evidencia.
Lo que esto nos enseña esta historia es que nuestros principios y valores no son tan inmutables como nos gusta pensar. Bajo las circunstancias adecuadas (o más bien, inadecuadas), podemos justificar comportamientos que en un contexto cotidiano, de “normalidad”, condenaríamos sin duda.
La reflexión moral que surge es ineludible: ¿qué habrías hecho en esas circunstancias? Antes de responder con la seguridad de un espectador externo, considera esto: la influencia del entorno y la presión social pueden ser poderosas. Haciendo una traslación al mundo profesional, los directivos, los consejeros, los empleados y los empresarios, todos nosotros, debemos hacer un esfuerzo por entender el punto de vista del que tenemos a nuestro alrededor.
¿Cómo? La respuesta, aunque no es sencilla, empieza por crear ambientes donde prime la seguridad psicológica. Así es, porque todos sabemos que un equipo que se siente seguro es más productivo… o al menos eso dicen en todos esos libros de liderazgo que adornan las estanterías y recogen polvo.
De hecho, Amy C. Edmondson, una de las profesoras de la famosa escuela de negocios de Boston, desarrolló una teoría sobre la seguridad psicológica en las empresas con un fuerte impacto en la comunidad directiva. Ella postula que en los equipos de trabajo donde existe un ambiente de seguridad psicológica, los miembros se sienten seguros para tomar riesgos interpersonales sin temor a ser humillados o castigados.
Esto fomenta la apertura, la innovación y el aprendizaje, ya que los individuos están más dispuestos a compartir ideas, admitir errores y buscar retroalimentación. Un líder empresarial debe ser consciente del poder que tiene el entorno de seguridad psicológica sobre el comportamiento de sus equipos, tratando de aprovechar la parte buena de la máxima “todos somos capaces de lo mejor y de lo peor”. Fomentar una cultura de transparencia y apoyo puede marcar la diferencia entre un equipo motivado y uno que actúa por miedo o presión.